Durante todo el mes de mayo y en el marco del Mes del Trabajo, la Iglesia de Santiago quiere compartir una serie de perfiles de personas que día a día entregan lo mejor de si para que la ciudad funcione, en especial en tiempos de Covid-19.
Mi nombre es Pamela Albornoz y soy Licenciada en Lengua y Literatura Inglesa. Aunque mi intención nunca fue ser profe, comencé haciendo clases de inglés para adultos en Puente Alto y en paralelo hice un diplomado de Enseñanza en Español que me permitió enseñar este idioma a la comunidad haitiana de Quilicura. Desde ahí siempre me he mantenido en esto, cuando no lo hago lo extraño, es mi vocación.
En marzo comencé a trabajar en el Colegio Sochides en Bajos de Mena, con un curso vespertino y un segundo medio diurno, un nuevo desafío para mí porque mi trabajo siempre ha sido con adultos. A mi me gusta enseñar y eso se logra al 100% con ellos porque hay interés y motivación de querer seguir avanzando, para no quedarse estancados. Con los adultos hay mucha gratitud y valoración por lo que uno hace y siento que vale la pena dedicar horas a preparar la clase porque sé que la recibe bien.
Siempre he trabajado en comunas con alto riesgo social, es un tema vocacional. Me hace sentido trabajar en lugares, que sé que están abandonados, sobre todo lo que tiene que ver con educación y si puedo contribuir de alguna forma me gusta hacerlo.
Este año en mi trabajo hubo varios momentos tensos. Con la reactivación del estallido social y luego cuando empezó la pandemia suspendimos las clases y tuvimos que aprender sobre la marcha a enfrentar este nuevo escenario. Levantamos un catastro llamando a cada uno de los alumnos y optamos por hacer clases a través de la plataforma Meet, que profesores y alumnos tuvimos que aprender a usarla y sacarle partido como dejar las clases en el correo.
Lo que más me preocupa es que las clases son solo para los alumnos que pueden conectarse. Muchos viven en hacinamiento y los que están sin trabajo priorizan comprar comida antes que pagar una cuenta de internet. Lo que pasa en los colegios vulnerables sobre todo, es que funcionan como un espacio de contención, donde los estudiantes acceden a sus comidas. El otro día cuando les pregunté a mis alumnos que extrañan de este tiempo, uno de ellos me respondió “tener todas mis comidas del día”. Eso significa el colegio, un lugar seguro, donde no hay gritos, donde nadie los trata mal, donde reciben a lo mejor el saludo del profesor como la única muestra de afecto que van a tener en el día. Es un tiempo difícil. No solo tengo que pensar en cómo hacer la clase, sino también como los contengo o que les digo para que se sientan un poco mejor y lograr que esa hora de clase les ayude y les aporte para que también logren distraerse.
El equipo directivo del colegio se ha preocupado harto. Nos reunimos una vez a la semana para ir tanteando como estamos y nos van dando ciertas directrices, también nos consiguieron una psicóloga con la que hemos tenido sesiones para manejar los niveles de estrés. Afortunadamente han sido flexibles con la adaptación en este periodo. En este momento, a pesar de la angustia que siento, el miedo al contagio y la preocupación por la salud de mis papás y mi abuela, creo que estoy donde tengo que tengo que estar y no me ha significado un mayor cuestionamiento, estoy tratando de dar lo mejor de mí, incluso en estas circunstancias.
Me he apoyado mucho en la meditación, en la contención con mi familia y de alguna manera soy afortunada de trabajar con un equipo que siempre está pensando en soluciones para llegar a los estudiantes.
Si bien hay una carga psicológica importante, lo lindo de enseñar es cuando los estudiantes te agradecen, ahí uno se da cuenta que es algo que vale la pena hacer.