
En este tiempo donde las exigencias laborales parecen absorber todos los aspectos de la vida, y donde las dinámicas productivas muchas veces se imponen sobre el cuidado, la familia y la dignidad de la persona, la mirada cristiana ofrece una visión profundamente humanizadora del rol de la mujer. Inspirada en el Evangelio y en documentos como Mulieris Dignitatem, la Iglesia reconoce que la mujer, por su vocación al amor y al don de sí, aporta al mundo del trabajo no solo competencias y resultados, sino también una capacidad única de hacer presente la ternura, la justicia y la humanidad en los espacios que habita.
Desde la Doctrina Social de la Iglesia, el trabajo es entendido como una dimensión fundamental de la vocación humana. Como señala Laborem Exercens (1981), el trabajo no es simplemente una actividad económica, sino una forma de colaborar con Dios en la creación, desarrollando los dones personales al servicio del bien común (LE, 6). En esta perspectiva, el ingreso de la mujer en el mundo laboral no es una simple evolución histórica o social, sino también una manifestación de su dignidad y de su derecho a contribuir plenamente al desarrollo de la sociedad.
En Mulieris Dignitatem (1988), San Juan Pablo II subraya que la mujer, desde su especificidad, es portadora de una riqueza humana y espiritual esencial para todos los ámbitos de la vida, incluidos los profesionales. Su “genio femenino” —como lo llama el Papa— se expresa en una sensibilidad particular hacia el otro, una capacidad relacional profunda y una vocación al cuidado que no disminuye su capacidad de liderazgo o toma de decisiones, sino que las enriquece. Estas características no deben ser marginadas o invisibilizadas, sino valoradas y promovidas en los entornos laborales.
Por ello, en la Carta sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo (2004), la Iglesia hace un llamado explícito a superar todo reduccionismo que encasille a la mujer en roles predeterminados o que la obligue a adaptarse a estructuras laborales insensibles a sus necesidades y vocaciones. Se afirma que “la presencia femenina en el mundo del trabajo debe ser valorizada como portadora de una visión del hombre y de la vida que ayuda a humanizar las estructuras sociales” (n. 13). Esta afirmación cobra aún más sentido en los tiempos actuales, donde el trabajo muchas veces está marcado por la competencia desmedida, el individualismo y la fragmentación.
Los desafíos del presente —como la conciliación entre vida laboral y familiar, la brecha salarial, la invisibilización del trabajo doméstico y de cuidado, o la violencia simbólica que muchas mujeres experimentan en sus espacios laborales— exigen respuestas estructurales y culturales. La Iglesia, fiel a su misión de anunciar el Evangelio en medio del mundo, llama a transformar esos entornos en espacios más justos, más fraternos y más abiertos a la colaboración entre hombres y mujeres.
En este Jubileo de la Esperanza, somos invitados a mirar con fe renovada la realidad social y a comprometernos activamente en su transformación. Esta esperanza no es pasiva: nos moviliza a reconocer el don que representa cada mujer, y a crear condiciones donde pueda aportar con libertad, sin renunciar a su identidad ni a sus tiempos vitales. Porque una sociedad que acoge, valora y promueve a la mujer en todas sus dimensiones, es una sociedad que camina hacia una mayor plenitud del Reino de Dios.
Que María, mujer creyente y trabajadora, nos enseñe a mirar el mundo con ojos de compasión activa, y a colaborar en la construcción de una cultura laboral al servicio de la dignidad humana, la equidad y el bien común.