Hace algunos años tuve la oportunidad de realizar un taller en compañía de otro colega, esto en el marco de un proyecto para la inclusión laboral de personas desempleadas. Entre distintos temas, se presentaron momentos de tensión producto de expresiones como: “los migrantes tienen más beneficios que los chilenos”. Otra opinión que generó debate fue: “ellos nos quitan el trabajo, también llenan los consultorios…”.
Entre los participantes no sólo había nacionales, también había personas migrantes. Si bien ellos guardaron un respetuoso silencio, se observaba la incomodidad por sentirse directamente interpelados. A partir de lo ocurrido y con la idea de abrir perspectivas, empezamos a citar cifras en torno a la desigualdad que había en nuestro país. Dibujamos una torta y simulamos cómo se repartían los trozos del pastel en un cumpleaños llamado Chile. Luego de eso las expresiones comenzaron a cambiar, sobre todo al ver cuánto recibíamos la gran mayoría y lo que tomaban unas pocas familias. El curso comenzó a compartir miradas más allá del individualismo y observó que el problema era algo más amplio.
Para muchos, los últimos 30 años han sido un periodo de oportunidades. Nos enseñaron que cualquiera podría tenerlo todo. La moraleja era que, en base al esfuerzo, podíamos comprar propiedades, estudiar, pagar una mejor salud, acceder a bienes y tener servicios de calidad. A una gran mayoría nos repetían el mantra de que antiguamente sí había pobreza, a diferencia de hoy. Siendo joven, muchas veces me conminaron a estudiar bajo una repetitiva advertencia escolar: “sin un cartón terminarán barriendo calles”. Este mensaje, similar a una herencia familiar que debíamos agradecer, también era una condena al futuro. Probablemente a muchas generaciones se nos inculcó la centralidad del esfuerzo individual, como si nada más fuera necesario. Las reglas del juego eran sencillas: todos pueden y si no, es flojo.
Observando estos hechos y los grandes problemas de hoy, pareciera que el mérito no era suficiente. La crisis se suscita bajo un modelo sin perspectiva ética. Al plan nunca le importó el cómo y las consecuencias, solo llegar a la meta. En el camino, y tiempo transcurrido, se ha abierto un sin número de efectos. Entre ellos, el aumento de la violencia, el abandono de la niñez, el colapso de la salud mental, el racismo, la discriminación y el incremento de la delincuencia. Estas problemáticas han persistido en el tiempo porque son síntomas de un método enfermo, perverso y carente de toda humanidad. Hemos caminado tanto tiempo ensimismados y educados desde un prisma individual que perdimos fraternidad. Nos pusimos a pelear el primer lugar de la fila y olvidamos a los que quedaban atrás. Extraviamos la mirada de largo plazo y sobre todo, un horizonte de dignidad.
Nuestro país vive momentos históricos, luego de muchos años tenemos la oportunidad para hacer un giro. Tal vez sea momento de soñar en colectivo, lo que no significa dejar de trabajar, por el contrario, es un profundo anhelo de unión en base al esfuerzo de todas, todos y cada uno.
En las siguientes semanas no votaremos sólo apruebo o rechazo, decidiremos una nueva forma de ser sociedad. La invitación es observar lo que está más allá, porque unos pocos querrán seguir manteniendo su posición privilegiada a costa de muchos, sin importar costos. Por mi parte, prefiero ampliar la mirada, aprobar y vencer el individualismo para construir un nuevo Chile.
Angelo Mendoza
Trabajador Social
Magíster en Ética Social y Desarrollo Humano