Por el Centro para el Desarrollo Humano Integral
La trata de personas con fines de explotación laboral constituye una de las más graves vulneraciones a la dignidad humana, ya que objetiviza a las personas y las priva de todo reconocimiento como sujetos de derechos. A menudo este delito permanece invisible y socialmente normalizado. Es una forma de esclavitud moderna que también afecta a nuestro país, impactando especialmente a personas migrantes, mujeres y trabajadores en situación de vulnerabilidad. Frente a esta dolorosa realidad, la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) nos ofrece una guía ética clara: no es posible seguir construyendo sociedades que tengan como base el descarte y la explotación.
Según datos del Ministerio Público, entre 2011 y 2022 se registraron 347 víctimas de trata en Chile, con un aumento sostenido en los últimos años (Mesa Intersectorial sobre Trata de Personas, 2023). Muchas de estas personas fueron forzadas a trabajar en condiciones indignas, bajo amenazas o engaños, sin acceso a contratos, protección social ni mecanismos efectivos de denuncia. La situación en sectores como la agricultura, el servicio doméstico o la construcción demuestra que la explotación laboral no es una excepción, sino una expresión cruel de un modelo económico que prioriza la ganancia por sobre la vida humana.
Pero ¿qué entendemos por trata de personas? En Chile, desde el año 2011 se promulgó la Ley N° 20.507, que modificó el Código Penal para tipificar el tráfico ilícito de migrantes y la trata de personas. Esta última se define como “captar, trasladar, acoger o recibir a una persona mediante violencia o engaño, para someterla a explotación sexual —incluyendo la prostitución y la pornografía forzada—, trabajos o servicios forzados, servidumbre, esclavitud o prácticas análogas, o extracción de órganos”.
Particularmente, la trata con fines de trabajo forzoso, servidumbre o esclavitud, no se refiere simplemente al incumplimiento de normas laborales, sino a la imposibilidad real que la persona pueda abandonar voluntariamente la relación de trabajo. El tratante genera una situación de dependencia que limita totalmente la libertad de la víctima, mediante mecanismos como la retención de documentos, el desconocimiento del idioma, la falta de redes de apoyo o el miedo a represalias. Así, muchas personas no ven otra opción que continuar bajo el control de su explotador.
En nuestro país, el trabajo forzoso suele estar asociado a la trata de personas. Sin embargo, no contamos con una legislación que tipifique este delito de manera independiente. La ley vigente exige elementos como la captación o el traslado para configurar la trata, lo que impide visibilizar y cuantificar otras formas de explotación laboral que no cumplen con todos esos criterios, pero que igualmente constituyen violaciones graves a los derechos humanos.
En un contexto global donde la migración es un fenómeno persistente, debemos generar acciones que permitan visibilizar cualquier tipo de vulneración, especialmente aquellas que afectan a personas migrantes ya que estas presentan obstáculos estructurales como la falta de regularización, la dificultad para acceder a documentos laborales o a empleos formales, lo que los deja más expuestos a situaciones de abuso y explotación. Esto no quiere decir que solo a este grupo afecta esta realidad, pero sin duda son quienes están más propensos a vivir este tipo de delitos.
Frente a esta realidad, la Doctrina Social de la Iglesia ha sido clara y profética. Desde Rerum Novarum (1891), el papa León XIII afirmaba que el trabajo no puede reducirse a una mercancía más, y que la justicia exige condiciones laborales que respeten la integridad y el bienestar de las personas trabajadoras. Juan Pablo II, en Laborem Exercens (1981), profundizó esta visión, recordando que a través del trabajo la persona expresa y aumenta su dignidad, se realiza a sí mismo como hombre y mujer, y en un cierto sentido «se hace más hombre (y más mujer)», por lo que las condiciones laborales deben reconocer su dignidad inherente. Más recientemente, el Papa Francisco ha denunciado con fuerza la trata como «una herida en el cuerpo de la humanidad contemporánea» y ha llamado a las comunidades cristianas a no ser cómplices pasivos frente a este crimen de lesa humanidad (Francisco, 2020). Nos exhorta a que “debemos convertirnos en embajadores de la esperanza y actuar juntos, con tenacidad y amor; debemos estar al lado de las víctimas y los supervivientes” (Francisco, 2025).
La trata de personas no solo atenta contra los derechos fundamentales: también contradice el corazón del Evangelio. Porque el Dios que se hizo carne en Jesús de Nazaret fue también un trabajador, y su mensaje nos impulsa a defender toda forma de vida amenazada. La Iglesia, como comunidad de fe y justicia, tiene la responsabilidad de ser testigo activo de la dignidad humana. Esto implica educar en el respeto a los derechos humanos, denunciar las estructuras de pecado que permiten estas prácticas, y promover una cultura del cuidado que ponga en el centro a quienes más sufren.
En este contexto, los sindicatos, las organizaciones sociales y las comunidades cristianas están llamadas a caminar juntas. El combate contra la trata laboral no es solo tarea de los tribunales o del Estado: es una misión ética de toda sociedad que aspire a ser verdaderamente justa. Como afirmaba el Concilio Vaticano II, “las causas de la esclavitud deben ser eliminadas” (Gaudium et Spes, 27). No podemos tolerar que haya quienes viven del sufrimiento de otros.
Chile necesita reconstruir su tejido social desde la justicia y la solidaridad. Y la Iglesia, fiel a su tradición social, debe seguir alzando la voz, acompañando a las víctimas y siendo signo de esperanza frente a un mundo que muchas veces olvida a los más pequeños. Porque, como dice el Papa Francisco, “el trabajo que no respeta a la persona es contrario al plan de Dios”.




