Por Diego Miranda, docente de la Pontificia Universidad Católica de Chile
Cada 7 de octubre, y respondiendo a la convocatoria hecha por la Confederación Sindical Internacional, se conmemora el Día Internacional del Trabajo Decente. En esta fecha se hace indispensable, por un lado, honrar la memoria de todos quienes han luchado para ir conquistando derechos para el mundo del trabajo y, al mismo tiempo, mirar con especial atención la situación actual de los trabajadores y trabajadoras en nuestro país.
Partamos señalando lo siguiente: todo planteo que busque hacerse cargo del tema del trabajo decente debe comenzar reconociendo que el abordaje ha de realizarse desde la lógica de los Derechos Humanos. Afirmamos esto en virtud de que desde tiempos de la Primera y la Segunda revolución industrial y el surgimiento de la así llamada Cuestión Social en el seno de la sociedad capitalista fuera dado a luz el movimiento obrero, sus luchas por los derechos humanos de segunda generación, reconocidos en el orden internacional como derechos económicos sociales y culturales, permitieron identificar que, el tema del trabajo humano, llevaba inscrito un carácter universal y, digamos también, trascendente, que es el que determina, en definitiva, su valor intrínseco. A ese valor lo llamamos la dignidad humana. En el mundo del trabajo esta dignidad humana despliega sus posibilidades más altas mediante la afirmación cada vez más consolidada, al menos en la teoría, de que el trabajo, para que sea conforme a la dignidad humana y al derecho, debe ser decente.
Teniendo este telón de fondo, emerge una pregunta inicial en nuestra reflexión: ¿Cuáles son las condiciones mínimas para comenzar a hablar de trabajo decente? Una respuesta a esta pregunta puede ofrecerse teniéndose como referencia los cuatro pilares del Programa de Trabajo Decente que forma parte de la Agenda 2030 para el desarrollo Sostenible: 1) Creación de empleo, 2) Protección social, 3) Derechos en el trabajo y 4) Diálogo social. Es a partir de estos cuatro pilares que podemos posicionarnos para hacernos una segunda pregunta: ¿En qué lugares está hoy en peligro la dignidad humana en el mundo del trabajo en nuestro país? Consideramos que hay tres expresiones del trabajo donde se verifica, de manera especial, una amenaza para la dignidad humana y, por lo tanto, donde se evidencia una precarización laboral. Nos referimos a los temas del trabajo informal, el trabajo migrante y el trabajo infantil.
Según datos del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), el porcentaje de informalidad en nuestro país asciende al 25,8%, lo que se traduce en aproximadamente 2.400.000 personas trabajando de manera informal. Por otro lado, la cifra de migrantes que trabajan en nuestro país llega a casi 1.000.000, siendo el 26% de ellos trabajadores informales. A su vez, la tasa a nivel nacional de trabajo infantil es de un 15,5%, siendo las mayores cifras aquellas que se observan en el tramo de 9 a 14 años, con un promedio de 20,1%. Un dato no menor: el 65,1% de los niños, niñas y adolescentes que trabajan, pertenecen al 40% de los hogares de menos ingresos.
¿Cómo ofrecer caminos para el abordaje de estas situaciones? ¿Qué criterios afianzar a la base del tema laboral para poder hablar, con toda propiedad, de la consolidación de un trabajo decente? Una posible pista radica, a nuestro entender, en establecer bases humanas sólidas que permitan, con posterioridad, poder ofrecer formas legales y espacios jurídicos que se establezcan desde la base de la dignidad humana.
Dicho de otro modo: todo planteo sobre la dignidad del hombre y la mujer del trabajo debe hundir sus raíces en una sólida antropología, es decir, en una clara y distinta definición del ser humano. A nuestro entender, la Doctrina social de la Iglesia puede ser especialmente útil en este sentido. Desde la publicación en 1891 de la inmortal encíclica Rerum novarum del papa León XIII, la Iglesia no ha dejado nunca de alzar la voz en pos del trabajo decente, presentando en un documento clave para la actualización de su reflexión en torno al trabajo, una permanente guía para encontrar principios de reflexión, criterios de juicio y directrices de acción para el abordaje de la temática. Nos referimos a la carta encíclica Laborem exercens, escrita por el papa Juan Pablo II el año 1981, a 90 años de la encíclica leoniana.
En dicha encíclica, se comienza reconociendo que el tema del trabajo es siempre una noticia en desarrollo, es decir, al ser la Cuestión Social siempre un tema nuevo, debe reconocerse que surgen constantemente preguntas, problemas e interrogantes que, en cada momento de la historia, han de ser oportunamente atendidos. Leemos de este modo en el documento:
“Respecto del tema del trabajo surgen siempre nuevos interrogantes y problemas, nacen siempre nuevas esperanzas, pero nacen también temores y amenazas relacionadas con esta dimensión fundamental de la existencia humana, de la que la vida del hombre está hecha cada día, de la que deriva la propia dignidad específica y en la que a la vez está contenida la medida incesante de la fatiga humana, del sufrimiento y también del daño y de la injusticia que invaden profundamente la vida social dentro de cada nación y a escala internacional”. Laborem exercens, N° 1
Es el tema de la propia dignidad específica del ser humano lo que está en juego al hablar del tema del trabajo. Si la vida humana se despliega en el mundo del trabajo, es este mismo despliegue el que demanda, necesariamente, tener una meridiana claridad respecto del lugar que tiene el trabajo en el orden de los factores productivos. En este sentido, emerge con fuerza el tema moral de la prioridad del trabajo por sobre el capital. De esta manera lo presenta Juan Pablo II al señalar que:
“Ante la realidad actual, en cuya estructura se encuentran profundamente insertos tantos conflictos, causados por el hombre, y en la que los medios técnicos —fruto del trabajo humano— juegan un papel primordial se debe ante todo recordar un principio enseñado siempre por la Iglesia. Es el principio de la prioridad del «trabajo» frente al «capital». Este principio se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto al cual el trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras el «capital», siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental. Este principio es una verdad evidente, que se deduce de toda la experiencia histórica del hombre”. Laborem exercens, N° 12
Si el ser humano y su intrínseca dignidad son el criterio moral prioritario, entonces la causa instrumental del proceso productivo, entiéndase, en este sentido, el capital (los medios de producción), no pueden ser posicionados como la causa primaria. El principio de la primacía de la persona por sobre las cosas nos lleva a denunciar como inmoral todo ordenamiento económico-productivo que no ponga al ser humano y su inalienable dignidad como elemento fundamental. Aquí entendemos el lugar que tienen los derechos como ejes articuladores para las garantías fundamentales para el hombre y la mujer del trabajo. Si la prioridad la tiene el trabajo, entonces el tema de los derechos cobra especial urgencia. Así nos lo confirma Laborem exercens al decirnos que:
“Si el trabajo —en el múltiple sentido de esta palabra— es una obligación, es decir, un deber, es también a la vez una fuente de derechos por parte del trabajador. Estos derechos deben ser examinados en el amplio contexto del conjunto de los derechos del hombre que le son connaturales, muchos de los cuales son proclamados por distintos organismos internacionales y garantizados cada vez más por los Estados para sus propios ciudadanos”. Laborem exercens, N° 16
En el entendido de que el Trabajo tiene una posición prioritaria respecto del Capital, emergen los derechos como aspectos constitutivos de las lógicas configurativas de las relaciones laborales. Solo donde se garantizan los derechos del mundo del trabajo, es posible comenzar a hablar de trabajo decente. En este sentido cobra especial relevancia el rol de las asociaciones sindicales. Son ellas las que permiten mantener más cercanas y en clave de equilibrio las posiciones de poder entre trabajador y empleador, sosteniendo la llama de la conciencia de clase del movimiento obrero. De aquí que el documento pontificio considere que el derecho laboral que emerge como la condición de posibilidad para el ejercicio de los demás derechos del mundo del trabajo es, precisamente, el derecho a la sindicalización:
“Sobre la base de todos estos derechos, junto con la necesidad de asegurarlos por parte de los mismos trabajadores, brota otro derecho, es decir, el derecho a asociarse; esto es, a formar asociaciones o uniones que tengan como finalidad la defensa de los intereses vitales de los hombres empleados en las diversas profesiones. Estas uniones llevan el nombre de sindicatos”. Laborem exercens, N° 20
Es especialmente sugerente que la encíclica señale que, a la base de los derechos del mundo del trabajo se encuentra, precisamente, el derecho de asociación. Y es que solamente donde se respeta la natural sociabilidad humana es posible superar las lógicas alienantes en que pueden caer las relaciones laborales en el mundo del trabajo. Quienes trabajan en un mismo lugar constituyen, ante todo, una comunidad humana. En este sentido se despliegan las características naturales de la condición humana que permiten a los trabajadores y trabajadoras, gracias a la colaboración y al creciente sentido de pertenencia, sumar esfuerzos, apoyándose y vinculándose de modo propiamente humano. Esto, que emerge como una realidad de índole natural, encuentra en el dato relevado, en lo que enseña la fe, una especial confirmación. Es por lo mismo que la Iglesia reconoce que el tema del trabajo se alza como un aspecto insoslayable de su labor evangelizadora.
Cuando los cristianos asumen la causa de la lucha por el trabajo decente, lo que están haciendo es responder, de manera coherente, a una invitación que nos hace nuestra propia fe: reconocer y respetar la dignidad intrínseca de cada ser humano que, en virtud de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios, comparte una vocación trascendente. De este modo la Iglesia, en diálogo con otras disciplinas, ofrece una ampliación y una profundización del carácter urgente de las luchas por el reconocimiento de la dignidad del hombre y la mujer del trabajo y, de este modo, por la promoción del trabajo decente:
“La Iglesia está convencida de que el trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia del hombre en la tierra. Ella se confirma en esta convicción considerando también todo el patrimonio de las diversas ciencias dedicadas al estudio del hombre: la antropología, la paleontología, la historia, la sociología, la sicología, etc.; todas parecen testimoniar de manera irrefutable esta realidad. La Iglesia, sin embargo, saca esta convicción sobre todo de la fuente de la Palabra de Dios revelada, y por ello lo que es una convicción de la inteligencia adquiere a la vez el carácter de una convicción de fe”. Laborem exercens, N° 4
Es a este lugar fundamental que ocupa el tema del trabajo para el despliegue de la vida humana hacia donde apunta la preocupación de la Iglesia por la siempre nueva Cuestión Social. Desde la publicación de la encíclica Rerum novarum en 1891 y hasta la actualidad, la Iglesia no ha dejado de hacer oír su voz para promover la dignidad del mundo del trabajo y para denunciar las múltiples amenazas que esta sufre en cada momento de la historia.
De este modo, si en medio de las celebraciones y conmemoraciones por la promoción de la dignidad del mundo del trabajo, surgen nuevamente preguntas e interrogantes que nos obligan a reflexionar y a mirar con lucidez sus desafíos y urgencias, la enseñanza de la Iglesia, como siempre, puede ofrecer luminosas pistas para la lucha por el trabajo decente. Una lucha que siempre tendrá carácter de urgente, no importa cuando leas esto.




