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EDITORIAL ¿Por qué trabajamos los chilenos?


Foto_Juan José Richter_150x180Hace algunos días me ha invadido esta pregunta.

Cuando me subo al transporte público, veo operadores con mala cara que con suerte devuelven el saludo que uno realiza al subirse. Cuando voy a un restorán, veo meseros que buscan atenderme rápidamente y con poco esmero, salvo si son extranjeros. Cuando converso con amigos y profesionales jóvenes, veo que hablan más de lo que harán con el dinero que les entrega su trabajo que de lo bien que lo pasan trabajando, o de las proyecciones profesionales que ven en sus puestos laborales. ¿Qué le estará pasando a nuestra sociedad?

Siempre me marcó escuchar hablar a mis padres de lo mucho que disfrutan su trabajo, de las historias de las personas que les toca atender en el día a día, empapándose y apasionándose con lo que hacen, aunque a veces sean cosas muy sencillas. Extraño esas historias sencillas en las reuniones de amigos o colegas, ya que pocos quieren hablar de su trabajo, o si lo hacen buscan seleccionar las que suenen más exitosas, como cuando uno busca las fotos que va a subir a Facebook o Instagram.

Creo que el modelo económico que se ha desarrollado desde la dictadura en nuestro país nos ha calado hasta las venas. Nos hemos comprado la fantasía de que somos lo que tenemos, lo que podemos comprar, al punto que nos hemos olvidado de por qué trabajamos. En este sentido, para muchos chilenos el trabajo se ha convertido tan sólo en un medio para generar recursos que les permitan consumir. Esperamos con ansias el día viernes para poder disfrutar del fruto de nuestro trabajo, entendido como la capacidad de comprar cosas; esperamos con más ansias aún que lleguen las vacaciones para poder consumir viajes extraordinarios que nos alejen de las diminutas e inhóspitas viviendas que se han extendido en el Gran Santiago.

La pregunta respecto al por qué de trabajar nos remite al sentido que le damos a esta realidad. El pensamiento social de la Iglesia plantea que a través del trabajo el hombre y la mujer desarrollan su esencia, el hombre se hace más hombre y la mujer más mujer, entendiendo esto como el despliegue de la dignidad inherente a toda persona (Juan Pablo II, Laborem Exercens). A través del trabajo, toda persona colabora con mantener la tierra que se nos ha heredado y al mismo tiempo desarrolla su potencial creativo, le puede poner su sello propio a la labor que desarrolla. Algunos podrían plantear que sólo en algunos trabajos sucede esto, principalmente en aquellos más complejos o donde el trabajador tiene una mayor libertad sobre lo que realiza. Pero en su esencia, todo trabajo realizado por alguien tiene un sello propio, el que es impreso por la persona que está detrás del trabajo.

Cuando un trabajo se realiza de manera monótona, cuando se transforma en sólo un medio, un apéndice de nuestra vida, un paréntesis que nos permite generar sólo la ganancia monetaria, pierde su sentido. En cierta manera, nos volvemos máquinas.

Un aspecto clave del sentido del trabajo es su valoración social, si el trabajo que realizo no es reconocido por mis cercanos, entonces es poco probable que sienta orgullo de realizarlo, mirándolo principalmente como un “mal menor”, más que una plataforma que me permita realizarme como persona, acorde a mi dignidad. Actualmente, hay una suerte de fiebre universitaria, donde pareciera que si uno no tiene estudios superiores ocupa un lugar inferior en la sociedad, es un ciudadano de segunda clase. Así trabajos que son necesarios para todos, como el trabajo doméstico remunerado o no remunerado, la recolección de basura o algunos servicios como la atención de las bombas de bencina y la conserjería, son miradas con desprecio y discriminación, dejándose principalmente para algunos trabajadores extranjeros que llegan a nuestro país en búsqueda de mejores oportunidades laborales que en sus países de origen.

Pero el error que se comete en este punto es que todo trabajo es digno si las condiciones en que se desarrolla cautelan la dignidad inherente a toda persona. Más aún, todo trabajo es valioso para la sociedad no en tanto su remuneración sea alta, sino cuando cumple un rol en la compleja red de interrelaciones que facilitan la vida de las personas en la sociedad, sea cual sea dicho rol.

Por otro lado, un tema que me cuesta mucho entender y que me ha llamado la atención en el último tiempo es la “autoexplotación”, cuando una persona trabaja más de lo legal o de lo necesario para poder tener un mayor ingreso, pero al mismo tiempo pone en riesgo su salud y sus relaciones familiares. Creo que esta realidad es la exacerbación de la pérdida de sentido del trabajo, surgiendo la figura del “trabajólico” o adicto a trabajar. Una adicción que no se debe al trabajo en sí mismo, sino que se da para poder acceder a un mayor consumo. En este punto algunos dirán que esta realidad se debe también a la existencia de bajos salarios en nuestro país, lo que hasta cierto nivel estoy de acuerdo, pero esa es sólo una parte del problema cuando ya no son bienes de primera necesidad los que busca consumir el que se autoexplota.

Finalmente, creo que la productividad está afectada justamente por lo satisfechos que estemos con el trabajo que realizamos, y juega acá un rol clave el sentido que le damos. Por lo que la pregunta ¿por qué trabajamos? puede tener repercusiones económicas. Los invito a que nunca dejemos de hacernos esta pregunta, recordando que una importante parte del día –y de nuestras vidas- la pasamos en el trabajo.

Juan José Richter E.

Vicaría de Pastoral Social Cáritas